Era de noche y en medio de una llanura pampeana se encontraba deambulando sin saber donde ir. Parecía un laberinto sin direcciones, sin paredes, sin encrucijadas.
El pastizal variaba, la luna iluminaba el aire que era placentero, de eso no se podía quejar. No sabía dónde estaba pero todo le parecía familiar y el recuerdo lo golpeó. El chico de diez años que no tenía voz.
El pastizal variaba, la luna iluminaba el aire que era placentero, de eso no se podía quejar. No sabía dónde estaba pero todo le parecía familiar y el recuerdo lo golpeó. El chico de diez años que no tenía voz.
Paseó la mirada pero no lo encontró, decidido en que seguramente él estaba detrás de de la incógnita comenzó a caminar por los alrededores donde se podía encontrar con arboles separados unos de otros
El viento sopló levemente y un ligero ruido se escuchó pero no supo de donde provenía. Seguramente era él, correteaba de un lado a otro pero no conseguía capturarlo con la mirada.
De repente el sol salió y algo lo empujó al suelo, fue un empujón demasiado fuerte como para ser aquel chico. Sin embargo se reincorporó rápidamente y se encontró con una señora pálida, muy delgada y muy alta, vestida de azul y aunque se pusiera en puntas de pie no alcanzaba a ver su rostro. Ella parecía ignorarlo y continuaba su caminar a paso lento, alejándose de la luz.
De improvisto el chico apareció a lo lejos y Daniel dejó de prestarle atención a esa mujer. Caminó hacía el chico que aguardaba nuevamente con una hoja de papel en la mano aunque esta vez algo parecía haberlo tranquilizado. Como si supiera lo que estaba por suceder, esperaba a que el nuevo huésped se acercara.
En el cielo una imagen se reflejó, una escena en la que Agustina se despedía en el puente de la facultad, pero la imagen se fue desvaneciendo por la luz del sol que se asomaba.
Daniel se percató de que esta vez sus pasos lo trasladaban. Todo estaba en calma. Hasta que un libro cayó de una nube que pasó fugazmente llevando sus gotas de lluvia como si fuera una regadera. Miró el libro que yacía a pocos metros, lo levantó y en la portada estaba un nombre en letras ilegibles y una cruz. Lo abrió y en sus páginas había una especie de inventario con números deformes y mechones de pelo negro separando las páginas.
A pesar del incidente no se olvidó del chico con la hoja a quien miró de reojo y había bajado los hombros. El libro parecía una estadística de vida, había nombres que le resultaban familiares pero no les prestó mayor atención y siguió caminando.
El sol salió definitivamente y el agua que la nube había roseado reflejó un arcoíris al final del chico. El libro cayó de sus manos y siguió su camino. Finalmente se encontró cara a cara con esa personita que lo aguardaba desde hacía tiempo. "Me debés una disculpa" dijo. Daniel lo miró detenidamente, todavía no podía entender que estaba haciendo ahí. El chico siguió hablando pero la voz se iba perdiendo por el silencio que crecía, sin entenderse el porqué, se desvaneció junto con todo lo que tenía movimiento y Daniel se quedó solo en medio de la estepa caminando sin saber dónde. Estaba perdido en un sueño del que no tenía recuesdos ni puerta por donde escapar.
En la oscuridad no había horizonte alguno que lo guiara. No existía el mísero estímulo que lo hiciera despertar de aquella asquerosa homogeneidad que envolvía sombras e hilos de luz convirtiendo todo en nada. Realmente era un laberinto a cielo abierto, en medio de la nada y sin nada. Así comenzó su andar, así comenzó su camino y volvió a caer la sombra, una noche forzada que envolvió rodo lo visible con su oscuridad, esa en donde comenzó a vagar como un gaucho sin fronteras, sin mujer y sin edad. Pensante, inmovil a la gracia y suerte del que desde arriba te mira de reojo o te da la espalda para no llorar.
Continuará...
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