Al segundo día en Cafayate comenzó a sentir una extraña tranquilidad y deseos de aventuras. Se sentía motivado como en mucho tiempo no se sentía. Fijó un breve destino, reunió a un grupo de personas que había conocido durante su viaje (entre Amaicha y Cafayate) y emprendió una travesía a Las Siete Cascadas.
Las siete cascadas, que en realidad no son más de dos o cuatro, no son muy grandes pero le permiten a uno poder refrescarse después del largo camino que se debe hacer para verlas. Un premio que aplaca al calor y que se encuentra rodeado de un hermoso paisaje. Los cactus; los yuyos; los arbustos; la tierra marrón claro, por momentos colorada, que tapizan los montes y el llano; las piedras y el insistente sonido del agua transparente que no deja de caer de los desniveles. Todo esto en el pequeño marco de los ojos de Pablo y sus compañeros.
Un lugar tan fácil de describir y poder sentir, es increíble que sea tan difícil de poder llegar a ver. Difícil, siempre y cuando uno no sea un experimentado o este siendo guiado por alguien que conozca el lugar.
Al llegar a la entrada del cerro, se encontraron con que estaba custodiada por gente de la Comunidad Diaguita Calchaquí. Fue justo en ese momento en que su historia marcó las pisadas que hizo desde Buenos Aires.
Había pasado una semana y dos días desde su llegada a esta tierra. No escribía en su diario e interrumpió su lectura de "Rayuela". Algo estaba empezando a cambiar.
EL DIARIO DE DAVID
Cafayate, el corazón de los valles
Domingo 14 de marzo. Emilio y algunos compañeros de la facultad llegaron temprano. El clima era agradable para pasear por la ciudad.
Cafayate es un lugar increíble, tal vez sea por que está rodeada de montañas o simplemente por la gente que habita en ellas. De cualquier forma con sus amigos decidieron quedarse hasta la mañana siguiente.
Faltaban seis horas para que anochezca y, antes de seguir el paso, Emilio los invitó a escalar un cerro. La mitad se negó por desconocer el camino, la otra mitad aceptó.
De camino al cerro me aparecí yo y les informé de los sinuosos obstáculos que podrían encontrar y de la necesidad de un guía. Me preguntaron si se veía algo desde la cima y les comenté que se tiene una vista panorámica de los valles calchaquíes sin igual. Sin embargo no me prestaron mucha atención y siguieron su senda.
Llagaron al punto de partida y alzaron sus cabezas para ver la inmensidad en vertical. En ese instante los que lo acompañaron a Emilio se negaron a subir a menos que consiguieran un guía.
Todos ellos se encontraban a los pies del imponente cerro San Isidro. Cercano al valle calchaquí, en las alturas de este cerro uno puede arrodillarse ante una gran cruz de quince metros de altura erigida en 1965 (grosso laboro).
Emilio comenzó a provocarlos argumentando lo innecesario de tener una persona que corra los mismos riesgos que ellos, todo para que les enseñe un camino fácil de seguir. Finalmente solo él se atrevió a subir.
El sol iluminaba el paisaje desde su entrada al reto extremo. El viento soplaba con tranquilidad y sus pies se mojaron por un caudal de río que se esfuma en el invierno. Aunque este verano estuvo más presente que nunca. La altura le regalaba perspectivas increíbles de los viñedos matizados con los cardones y la tierra árida.
A medida que avanzaba veía señales con pintura blanca que le indicaban el camino. Una posible idea que cruzó por su cabeza fue “¿Para esto necesitaba un guía?”.
El problema se presentó en el regreso cuando las pintadas desaparecieron. Esto es así porque en el tramo final no se pueden apreciar y teniendo en cuenta de que hay varias quebradas muy parecidas, cualquier guía conoce la importancia de esto para emprender el regreso. La luz es lo más importante, sin ella el resto de las marcas se pierden y el camino es riesgoso hasta para el guía más experimentado.
Emilio se encontró con que el sol se estaba ocultando y eso le aceleró el paso. Caminaba rápido sin prestar atención a la altura tratando de rastrear el regreso por las débiles imágenes de su memoria. Eso comenzó a serle inútil cuando el crepúsculo oscureció las marcas. Sin pensar más se apresuró y, sin darse cuenta, pisó una piedra movediza cayendo unos metros junto a vástagos de roca que lo acompañaron en la caída. En el suelo lo esperaban más rocas. El impacto soltó un grito de su vientre, el cual fue escuchado en las cercanías del cerro.
Las horas pasaron y sus amigos preocupados me vinieron a buscar. Con pocas preguntas dejé dicho a mi vieja que tenía que realizar un rescate y encaré los pies para el cerro.
El crepúsculo se estaba poniendo lúgubre. Sus amigos esperaron impacientes mientras con un compañero de la comunidad subimos hasta una altura en la que podíamos tener una vista panorámica. El tiempo nos jugaba en contra ya que el último rayo de sol nos estaba dejando.
Por suerte el chico llamado Emilio tenia algunas neuronas y con su linterna hacia señales desde una pequeña grieta. Bajamos con mucho cuidado, el pobre lloraba del dolor. Al parecer una roca le había roto la tibia. También tenia uno de los brazos astillados, aunque ese fue un diagnostico muy prematuro. Tuvimos que tener mucho cuidado la moverlo. Rompimos sus ropas con una tijera y llamamos a un helicóptero que tardó un buen rato.
Finalmente él y un amigo tuvieron que quedarse en Cafayate más tiempo de lo que planearon.
Esta historia continuará...
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